lunes, 3 de febrero de 2014



Eran las cinco de la tarde y el sol seguía brillando. El atardecer se convirtió en el preludio de una noche soleada. Aquella noche, brillaba con su más intensa claridad, y la luna se convirtió en un sol que no calentaba pero que seguía nutriendo a flores y árboles. En esa ebriedad lunar, el pequeño Hércules caminaba con decisión por Montealto. Entre sus gentes hallaba la tranquilidad de un pequeño puerto en plena gran ciudad. Los trabajadores, vestidos con sus monos azules de trabajo al sol del mediodía, los camareros, en los cafés recitando arias “ponme dos filetes en la sartén” acompañado de un “¡Fígaro, Fígaro, Fígaro!”, las familias gitanas con sus bebés somnolientos haciendo de coro wagneriano a las arias de los cafés. La ciudad, se convertía así, en un escenario de ópera del y por el pueblo. Es como si el reparto de cualquier obra de Wagner se hubiera apoderado de la calle. “La ópera caminando por la calle”. En los entreactos, al pequeño Hércules le encantaba acercarse hasta el faro marciano, para así, después de una larga semana, hallar una tranquilidad cósmica. Escribía poesía y literatura, agazachado en cualquier cráter mientras bebía a sorbos un buen té británico. En medio de esa tranquilidad, recordaba una y otra vez lo que la meiga bibliotecaria  le había dicho “lo que cuenta es parecer y no ser”. Esa frase se le había quedado impregnada como la sáliba al árbol, incrustada en los resquicios de la madera,. Nunca había entendido como tanta hipocresía e interés flotaban en las gentes de su tiempo. Los tiempos hipermodernos… donde nada, ni los mismos rayos lunares, eran imprescindibles. Ahora se producía energía solar en placas solares, el café se bebía descafeinado y la humanidad valía su peso en oro. En las mañanas que pasaba escribiendo, las palabras le ayudaban a encontrarse a si mismo, los adjetivos le peinaban los bravos pelos, los sustantivos le tonificaban los músculos y los verbos le alimentaban la voluntad. Después de escribir todo aquello que como un tren de pasajeros en la estación de destino le dejaba. Seguía su camino, el camino sin retorno de los sueños. Hércules luchaba contra molinos, como su gran maestro Don Quijote, pero sus molinos eran de verdad. Altos y robustos se erguían los molinos de la incredulidad, la fantasía sin originalidad y la tristeza existencial. Contra ellas se batía día tras día, noche tras noche en momentos oníricos, que lejos de acariciarle el ego, batían el mar de sus recuerdos. En sus noches de tormento, una viñeta se le repetía fatalmente: en medio de una abrupta y acantilada oscuridad corría sin moverse del sitio, era como correr en una cinta a contra dirección mientras a lo lejos, algo terriblemente agónico, una experiencia traumática ocurría sin que el pequeño Hércules pudiera evitarlo. En levantarse acongojado, ahogado por el sudor en el que estaba bañado lo que le perturbaba al levantarse. Terriblemente  estremecedor era posteriormente mirarse al espejo y preguntarse que sería aquello que él no pudo haber evitado ¿Quizás la muerte de alguien  querido?, aún peor, ¿había presenciado su propia muerte sin poder evitarlo?, ¿es posible verse morir y no poder hacer nada?.
Al llenarse de niebla el cráter marciano en el que se encontraba halló una conclusión a su “Breve disertación sobre la botánica y la especie del ser”. Creía haber tropezado con una idea brillante sobre el auto-odio de la especie humana y que era la siguiente: hay flores que son solo pétalos, y hasta las xestas tienen flores. La especie botánica humana, aunque marchita, desprendía de vez en cuando un olor a honestidad y sinceridad que calmaba por momentos el resurgir de la nada. Esta especie, sin duda singular, florecía durante todo el año hasta en los lugares más inhóspitos de la madre gaia. En islas inhabitables, en las condiciones más funestas y mortíferas, brotaba una flor humana que era capaz de dar la mejor y la peor simiente.

Esta especie, en esencia silvestre y bucólica, se reproduce en épocas de embriaguez existencial o cuando el F.C.Barcelona ganaba un partido. Era en esos momentos cuando la pasión bate las hojas de la especie humana en los que las palabras se tornan inútiles. En las estaciones de calor la especie humana saca sus pétalos a secar, y las tijas reposan lánguidamente en playas y se pasean por el paseo marítimo. Las florecitas con zapatos de charol vestidas con floreros de porcelana se mueven en un poso de agua batida. Hasta las plantas de interior sacan a relucir bikinis bien ribeteados y ceñidos a los pétalos. Las plantas carnívoras, en cambio, solo se dejan ver de noche, en medio de la luz lunar que alimenta su sed de comer otras plantas. También en las terrazas de los cafés hay flores y de una especie bastante pródiga hoy en día: flores ebrias de soledad, aturdidas con el vivir, que sueñan con encontrar un jardinero que las riegue. En las estaciones frías, sobre todo al acabar el otoño y empezar el invierno, el ambiente se torna áspero y íntimo. Las flores crecen mejor en el interior, al calor de un buen fuego y una mano amiga. Se aprovecha para podar las ramas menos favorecidas y se cambia la tierra. A pesar de ser una época aria y sin que brote fruto alguno, es tiempo de cambio y transformación. Es en el otoño de os pueblos que, entre fríos claros y verdes voces, que la especie humana sobrelleva una infinitud de cambios. La tierra, regada antaño con fervor y alevosía, está ahora seca y el agua más que nutrir, ahoga. ¿En qué momento sucede esto? Es en la fría tarde de otoño en la que todo y anda cambia. Los pétalos, asustados por el frío exterior, se resguardan bajo cobertizos traseros junto a herramientas oxidadas y raramente utilizadas. Una de las más grandes peculiaridades de la especie humana, más conocida como “cogitus interruptus”, es la de caminar desde su florecimiento sobre una cuerda de incertidumbre. Esta sensación de vértigo fotosíntico se mantiene durante toda la vida de la especie, haciéndose más o menos fuerte según diversas etapas. La primera etapa es la de explosión de colores, en la que un arco iris cubre a la especie con un manto cromático. La segunda etapa se relaciona con el ímpetu del florecimiento en la que hormigas voladoras comen el polen de las ideas. Las pequeñas hormiguitas sacan todo el jugo de la copa interior de la flor donde se almacenan los alimentos más preciados. Es una etapa, la más importante, en la que el hecho de ser devorado permite, a su vez, aprender la sabiduría de la hormiga voladora. Cuando una hormiga voladora se posa en los pétalos de una flor, el producto de tal situación es una pasión sin límites que dura, como mucho, una noche. Después de esa tormenta de verano, solo queda el frío lunar y el yugo de la libertad. 

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